martes, 1 de diciembre de 2009

HILO DE ARENA (1986)

Atenas

Hoy buscamos las ruinas de la cárcel de Sócrates
en las lindes del Ágora y pensamos en la posibilidad de recuperar
esas viejas imágenes
con extrañas máquinas para rastrear en los ayeres de la luz.

Entretanto, el sol plateaba el Egeo,
una mujer tendía la ropa mojada en una azotea
sin presentir el barco que a esa hora
a unos cuantos kilómetros de distancia
giraba lentamente por la bahía,
pequeño en lo profundo, como el barco
que un niño suelta sobre un estanque que ondula.

Pero desde la altura
la mujer y la nave eran la misma imagen
en nuestros ojos, regocijados en la tranquila contemplación,
y entre los dos vivía, atronadora la ciudad,
con leguas de casa blancas y tejas soleadas,
con bruscas callecitas que azulaban los buses sucesivos
y colinas de pinos que no diezma el otoño,
y ese arte de Dios, lleno de personas sin nombre,
sin ayer ni mañana en nuestras almas,
que cruzan y se pierden por las encrucijadas del día.

Después, en el Museo,
vimos el Poseidón de bronce que esgrime desde siempre su tridente invisible.
Es bello imaginar que ese titán perfecto
es el que emerge entre las olas de Virgilio
y envía hacia los montes la legión asustada de los vientos.

Ya es de noche en Atenas.
La lengua griega, insomne, bordea los surtidores rojizos
y estos campos antiguos soportan, sosegados,
todo ese mar de historia que ha vertido sobre ellos el
tiempo...

La inmóvil legión de los efebos desnudos,
las losas funerarias, las ánforas pintadas,
los jóvenes caballos eternos que relinchan y saltan
en las salas oscuras,
los templos de Bizancio, los patriarcas barbados
y tantos hombres ciegos en los pasillos y en las calles
que son Edipo y cuya historia, aunque lo ignoran,
ya fue escrita en el verso.

Sentimos el rumor de las hojas quemadas del otoño
y vemos, como Heráclito, las hojas del acanto que caen
desde los capiteles de mármol.

A la sombra de sus guerreros y sus sabios,
bellos varones que cantaron su victoria y su ruina,
enciende la ciudad sobre las colinas, miríadas de luces
y resplandece el mar bajo navíos de leyenda
que van hacia otras islas,
mientras sonríen desde el fondo del tiempo
los poderosos dioses y las blancas esfinges.




Cementerio central

Sordo a tantos mensajes de la muerte,
cruzo por esta calle de flore y de mármoles
donde austeros artífices pulen sobre las losas
lúgubres variaciones,
llorados nombres, fechas para el luto.

Aquí acaban preciosos episodios del tiempo
que afligidos cortejos escoltan hasta el límite,
aquí, en lechos de piedra,
cada huésped se entrega
al laborioso abrazo de lo informe.

Veo el dintel que abruma la magra segadora
de costillas desnudas
y tras la verja hileras de cruces victoriosas.
Ánforas, bustos, ángeles...
su lóbrega retórica cautiva a los dispersos
y en su horrible presencia nuestras horas se amparan
de bosques insondables.

Severa arquitectura
donde el polvo se asila
sobre estas breves casas y estos pinos inmóviles
es cegador el cielo
y la plegaria es ínfima.

Pasamos pensativos
y es tan denso el misterio del aire silencioso
que un silencio más denso se repite en los labios
y las palabras yacen oponiendo a lo eterno
su metal de epitafios.

Tal vez por eso, alzándose
sobre los truenos de la mente y del miedo
alguien dice en el alma:
No, esta calle de flores
y estos martillos laboriosos que obstinan
definitivas frases,
solo son adjetivos de la muerte.


América

Si pudiera alcanzar los rostros de los Dioses
que guiaron las borrosas migraciones del alba...
Por estepas de hielo, dejando un rastro pardo
de huesos en sepulcros de cristal, los mongoles
sufrían con sus lobos la blancura enemiga
donde tritura peces el oso gigantesco.
Si alguien cantó aquel éxodo, los glaciares caminos
gastaron la plegaria. O acaso al ver los bosques,
los pinares edénicos, las tribus olvidaron
los infiernos de Behring. Una luz venturosa
doraba las astadas cabezas de los renos,
el ojo del salmón que salta en los torrentes.
Muchos son los terrores que blasonan la carne,
veo venir por el sueño los navíos de Islansia.
Barcazas cuya forma de Dragón conjuraba
los bestiales y azules rostros de la borrasca,
Guerreros a la sombra de serpientes heráldicas
que curvan en las velas un viento de otro mundo.
Rudos Dioses, lo sé, bajo cascos de cuernos
animaban los sueños de los rubios gigantes
que sembraron de túmulos las playas del plameta
y en la quebrada orrilla del Labrador dejaron,
testigos de meral, sus monedas de plata.
Por el sur fragoroso llegaban otras barcas,
alargadas y humildes. Negra tripulaciones.
Nada perdian al lomo del espumoso océano:
el mismo sol, las mismas aguas, las vastas noches
de astros desamparados como un alto archipiélago
de luz, iban con ellos hacia el difunto oriente.
Así, dicen las fábulas, por los lechos del tiempo
siguen viajando, recios, sobre el mar sin caminos
los padres de las viejas naciones. Su progenie
dio luego al cielo virgen humaredas de signos,
plantó cónicas tiendas para el amor, dio nombres
largos a la llanura y a la espera. Con formas
corrientes, lo sagrado brilló, y así se alzaron
en postes de colores las deidades silvestres,
en los valles centrales las hermosas pirámedes.
En mi tierra adoraron las ranas y los pajaros.
Dieron sus nobles rostros al oro y su ceniza
a la arcilla ritual. En las frías montañas
su amor y su pavor fueron canto y perduran
sobre las desoladas ciudades de las cumbres.
Otras ciudades tiemblan bajo esa luz tan viva
y arden los huesos rojos en sus duros cimientos
como el oro de ofrendas que devora el lago.
Vuelvo el rostro al sureste qu elas nubes me ocultan,
a la severa selva que medita y aguarda.
Veo surgir de la niebla otras barcas. Alegres
colores en los flancos. Oh las grandes canoas
africanas. Soñando con leones, los hombres,
dejaron las canoas deshacerse en la playa
y entraron a un imperio de florestas lluviosas
y pesadas serpientes. Nunca volvió a las costas
de Malí la perpleja expedición y os digo
que hay un rey en el delta mirando al mar y a veces
cae de rodillas, besa la arena y, con voz baja
entona la plegaria que entre nubes de genios
el profeta recoje. Gira el cielo, apagándose.
Y oigo al fin los cañones. Acorazados cuerpos
vienen ya y una nube cubre las grandes tierras.
Cristo sangra en las proas, rebrillan las espadas
y he de callar al soplo de banderas y salmos
de hombres en cuyos rostros despiadados, morenos,
nuestos rasgos se acercan.
El espejo
Una región del muro está hechizada.
Sólo el ojo lo sabe.
Un cristal incansable paso a paso repite
las rectas sombras que la tarde desplaza.

Terriblemente dócil, no desdeña
la vertical sinuosa de una hormiga extraviada
y al fondo de sus cámaras
también crecen las plantas.

A veces miro ese país extraño
cuyos hombres no tienen más lenguaje que el gesto,
ese país sin música.

Sé que no puedo ser ese hombre que me mira,
sé que a él no lo alcanzan el temor ni la idea.

Cuando la noche apaga las letras y los ángulos,
en su país de eclipses él no te ama.



En las mesetas del vaupes
Qué son las canoas sino los árboles cansados de estar quietos.
Qué son los postes de colores sino los árboles hundiendo sus raíces en el cielo.
Qué son los puentes colgantes sino los árboles jugando con el vértigo.
Qué son las alegres fogatas sino los árboles contando su último secreto.

Follaje de las ondas que va quedando atrás con el golpe del remo,
Follaje de sonidos que en torno de los postes enardece al guerrero,
Follaje de invisibles caminos que comienza en el confín del puente,
Follaje de humaredas que ascienden en desorden entre las titilantes orquídeas.

Con granadillo hice el bastón para espantar a los malos espíritus.
Con la madera del caobo hice las cuentas de un collar para tu pecho oscuro.
Con fruto fresco del tekiba hice la copa en la que le ofreciste el agua.
Con la madera del laurel hice esta flecha.

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